Tengo sobre mi mesa un
viejo cuaderno de notas que había quedado en el olvido. Son apuntes, con
caligrafía nerviosa y casi inteligible, que tomé hace ya una década durante una
estancia en Roma.
Se encontraba sepultado
este cuaderno entre muchos papeles y libros, cumpliendo penitencia por eso de
que lo novedoso, o si se quiere, lo digital, siempre se nos antoja mejor a lo
antiguo. Aunque convendrán muchos conmigo en sostener que para esto de
conservar recuerdos, el papel y la tinta ofrece en ocasiones mayores garantías
que los medios digitales.
Siquiera como
excepción, esta es mi experiencia, pues no son pocos los escritos y fotografías
que por mi mala cabeza se han echado a perder en una larga procesión de
dispositivos desahuciados.
¡Bendito blog! Y aunque
solo sirva para deleite propio, se convierte en afortunada excusa que redime
recuerdos que andaban ya difusos en esa divisoria que se encuentra entre lo
soñado y lo vivido.
Sostengo en mis manos el
cuaderno; es físico: soporte papel,
en expresión que hoy día se utiliza para distinguir de los ebooks al libro de toda la vida. No hay temor a que pueda diluirse
por las virtuales nubes que saturan el espacio cibernético, o a que un pernicioso
malware pueda dar al traste con su
contenido. Me pertenece por entero sin necesidad de comprar dominio alguno. No
necesita, tampoco, de la aquiescencia de ninguna importante plataforma digital,
como Blogger o Wordpress. Tampoco le importan, valga decir, las impresiones que
en eso de los posicionamientos pueda causarle al todopoderoso Google.
El cuaderno es
simpático; por ese motivo lo escogí, entre muchos, en una librería que se
hallaba en los alrededores de la Piazza
Navona. Simula su portada una edición de La Eneida, de esas que a principios, y hasta mediados del siglo
pasado, se usaban en las escuelas italianas para introducir a niños y jóvenes
en el conocimiento de los clásicos.
A medida que hojeo sus
páginas se amontonan, con extraordinaria viveza, instantáneas de aquellos días indolentes (entiéndanse en su sentido menos peyorativo) en los que me dejé caer por Roma
con el único propósito de saborear, en plena soledad, algunos de sus más emblemáticos
rincones. La indolencia, magníficamente expresada como il dolce far niente, y
la soledad voluntaria, hasta cierto punto egoísta diría, son dos componentes
que dotan de una atmósfera especial cualquier aventura viajera.
Así, revestidos los
recuerdos de esa áurea épica que otorga el paso del tiempo, van tomando forma,
color y olor, los espectros del pasado. Son detalles sencillos, pueriles
incluso, sin valor alguno para cualquiera de los mortales. Momentos que a duras
penas a nadie interesan. Pero para mí, simple de ambiciones por naturaleza, alcanzan
un alto rango en el escalafón de las cosas vividas.
Guarda este cuaderno
muchas de esas ociosidades de aquella estancia: ¡Hice tanto, haciendo tan poco!
Y ya sea por vanidad, o
por el simple hecho de contentarme con su enumeración, resuelvo en este escrito
dar sumaria cuenta de algunas, tan solo algunas, de ellas.
Aparecen las Termas de Caracalla como en un sueño. No
es este sueño una componenda retórica. Se trata de la más prosaica y romana
—hora sexta— de todas las ensoñaciones: la siesta.
Fueron cerca de cuatro
horas las que permanecí dormitando sobre el césped que adorna los alrededores
de este descomunal complejo de piedra despellejada por el pasar del tiempo.
Bien mirado, y visto en perspectiva, aquello no fue en verdad una siesta al
uso. Creo yo que caí en un estado de trance, aunque no sé verdaderamente la
razón. Doy fe que no tomo sustancia psicotrópica alguna, a no ser que los
espagueti y la copa de vino que me sirvió de almuerzo en una franquicia de
comidas en Plaza Venecia contuvieran alguna.
Con todo, algo hay de
hipnótico en ese gigantesco esqueleto de piedra y ladrillo; algo que doblega el
espíritu e invita a dejar volar la imaginación.
Pero Roma alberga
también en sus entrañas reinos de fantasía que en otros tiempos asombraron al
mundo. Ocurre así con la Domus Áurea,
ese gran desvarío neroniano del que Suetonio dio cuenta en su Vitae Caesarum. Tuve la gran suerte de
visitarla días antes que la clausuraran al público. Creo que aún sigue vetada
al turismo a causa de las muchas restauraciones que precisa. Andan ingenieros y
arqueólogos tratando de minimizar los
perjudiciales efectos de las filtraciones de agua que se producen y debilitan
su estructura.
Escribe Marcel Proust,
en una refinada reflexión deudora del magisterio ruskiniano, que no hay días
más intensamente vividos que aquellos pasados en compañía de un buen libro. Días,
añade, en apariencia intrascendentes, sin otra obsesión que la de dedicarse a
lo que describe como un placer divino.
Tienen esas páginas leídas, prosigue Proust, el poder de conjurar a posteriori instantáneas de vivencias
pretéritas, evocando situaciones y lugares que quedaron casi relegadas en el no
ser.
Y así ocurrió en esta
Roma del dolce far niente, donde me di
al goce de acompañar la soledad con algunas lecturas que guardaba en mi carpeta
de pendientes. De este modo, cada vez
que tomo entre mis manos el Viatge a
Itàlia (traducción al catalán de Rafael M. Bofill) de Goethe, vuelvo de
nuevo al Palatino, donde me deleito
en cada uno de sus rincones. Sirve el diario italiano del maestro alemán para
hilvanar los caminos que atraviesan este fundacional montículo; lugar donde se
dice fueron amamantados aquellos Rómulo y Remo por la loba Luperca. Irrumpen en
la memoria, igualmente, las piedras palatinas que sirvieron de estructura a residencias
y templos; y retomo los trazados de la Casa de Livia, del Hipódromo de
Domiciano, del Estadio, o de ese Criptopórtico donde cuentan que Calígula fue
asesinado por sus pretorianos: Obro bé el
ulls i veig —escribe Goethe—, vaig,
torno i retorno, perquè sols a Roma pot hom preparar-se per a Roma.
Cuenta mi viejo cuaderno con bastantes notas improvisadas tomadas en calles, iglesias, exposiciones y museos. Muchas son simples datos a cuenta de algún personaje o acontecimiento; otras, por el contrario, reflejan la impronta causada por lo observado. En la Galeria Borghese, por ejemplo, la belleza escultórica que allí se ampara, suscitó no pocas de ellas.
Cuenta mi viejo cuaderno con bastantes notas improvisadas tomadas en calles, iglesias, exposiciones y museos. Muchas son simples datos a cuenta de algún personaje o acontecimiento; otras, por el contrario, reflejan la impronta causada por lo observado. En la Galeria Borghese, por ejemplo, la belleza escultórica que allí se ampara, suscitó no pocas de ellas.
Transcribo algunas de
estas observaciones escritas a mano alzada:
La
escultura de Paulina Borghese (la hermana de Napoleón) realizada por Antonio
Canova es de una perfección irresistible (1807-neoclasicismo). La rodeo
admirando la elegancia de sus formas. Me sorprende su refinamiento, los
pliegues de su túnica que a duras penas tapan el cuerpo desnudo. Inclusive los almohadones sobre los que está
recostada son admirables. Aunque idealizado, su rostro se asemeja a los
retratos de María Leticia, su madre. La nariz es bonapartista, no hay duda.
Esta fue la hermana predilecta del Emperador; la única, creo, que fue a
visitarlo a su exilio en Elba.
Sostiene
en su mano la manzana que la representa como la Venus Victoriosa, y se muestra
orgullosa mirando, casi descaradamente, a los visitantes. (Sobre la escultura,
en el centro de la bóveda, un fresco con El Juicio de Paris. Minerva, Juno,
Venus. Paris otorga el trofeo a Venus).
Las
obras de Bernini son una maravilla. Estoy entusiasmado. Barroco pero con clara
inspiración clásica. Quedo impresionado frente al David. Rostro severo,
concentrado. La mueca transmite el dramatismo del momento; es humana,
sobrecogedora. El cuerpo tensionado recoge el instante en que se dispone a
lanzar la piedra. El giro del torso es asombroso; Bernini es un genio.
El Apolo
y Dafne es quizá una de las esculturas más bellas que he visto. Capta el
instante en que Apolo logra asir a Dafne y ésta comienza su transformación en
laurel ¡Qué delicadeza la de esa mano tomando la cintura de la amada perseguida!
Hay que observar esta escena detenidamente desde todos sus ángulos, pero es
recomendable comenzar por su parte trasera, donde solo se aprecia la figura de
Apolo, precedida de ese remolino formado por su ropaje. Nada, desde esta
posición hace sospechar lo que encierra la obra. A partir de aquí, rodeándola
por su lado derecho, se va revelando el misterio.
Me
detengo en el virtuosismo de las hojas talladas y permanezco atónito por esa
expresión de Dafne con la boca entreabierta. No sabría expresar si es terror o
sorpresa. Por contra, la expresión de Apolo se me antoja más clásica, con menor
fuerza dramática.
Pero
esa mano sobre la desnudez de Dafne me tiene ensimismado. Es de una sensualidad
tremenda.
En la
base de la escultura hay un epígrafe mandado colocar por el cardenal Sergio
Borghese. Justifica el erotismo de la composición. Reza más o menos lo
siguiente: todo aquel que vaya en pos de lo lujurioso verá trastocar sus deseos
en amargura.
Es el cuaderno de notas
como un buen vino; y aún me ha de servir este blog para consignar en futuras
ocasiones muchas de las vivencias, historias y rincones que encierra. Bastó
esta entrada para descorcharlo y apreciar, como en los caldos con solera, ciertos
aromas y matices que esconde. Pero queda prorrogada su degustación; sorbo a
sorbo, y a ser posible, en buena copa.
Dejémosle que tome,
después de tantos años en reserva, un tiempo de oxigenación.