Resulta paradójico, en cierto
modo, adentrarse en la solemnidad de los feudos de Sokar para descubrir la
esencia vital del Antiguo Egipto.
En ocasiones se da el
capricho, desde que el hombre se ocupa de entender al hombre, que el mensaje de
la vida se nos proyecta y revela, casi de forma exclusiva, desde terrenos donde
gobierna la muerte. Y en esas tesituras se las ven muchas veces arqueólogos e
historiadores, infiriendo de esos restos desahuciados, los torrentes de vida
que en otros tiempos discurrían en plenitud sobre la faz de la tierra.
Pero en Saqqara, como por ensalmo, la mirada
escrutadora del buscador de historias sucumbe, a sabiendas de lo artificioso de
esa mirada, al síndrome pompeyano, o mejor, en expresión utilizada por la
llamada nueva arqueología nacida en el
siglo pasado: premisa Pompeya. Y es
que aquí se le ofrece al visitante lo que en Mit Rahina le ha sido negado.
Porque la gran necrópolis que se guarece entre estas arenas que se expanden sin horizonte alguno que las contenga, se nos antoja ahora un gran
teatro donde se escenifica, pormenorizada, la vida.
Veo a Menfis en Saqqara.
Distingo la ciudad pujante y observo a sus gentes del momento en la
cotidianidad de actividades y celebraciones. Se funden bajo un mismo cielo las
antiguas formas de los primeros reyes y se generan las nuevas, uniformadas
todas por el ocre del desierto. Se abre en Saqqara el libro de la vida en forma
de piedra tallada y relieves, de estructuras y signos, de pinturas y formas.
Aquí la muerte se hace elocuente, parlanchina incluso, para contarnos una historia
que pertenece al mundo de los vivos.
La mastaba de Mereruka
Atravesando el complejo
funerario del rey Zoser en dirección norte, aparece, junto a la Pirámide de Teti, un extraordinario
conjunto de mastabas en piedra pertenecientes a altos dignatarios del Reino Antiguo.
El entorno es confortable y al buscador de historias, antes de adentrarse en
uno de estos recintos, le inunda la sensación de andar paseando en la placidez de
una mañana dominguera por cualquier moderna urbanización de un país cualquiera.
Es muy probable, por esa distorsión pompeyana antes citada, que uno pueda
imaginar de esta guisa cualquier paseo por la zona más pudiente de la extinta
ciudad de Menfis. Aún nos faltan las gentes en su ir y venir diario, los
jardines y estanques, los vendedores de hortalizas, frutas y pescado; falta
toda actividad de tejedores, ganaderos, cazadores, carpinteros, orfebres y
músicos; pero, en definitiva ¿no es acaso este enclave un modelo de lo que allí
se dio? ¿no se revistieron los sarcófagos de olvido y muerte con incontables
señales de lo vivido? Porque, en esencia, esto es la mastaba: un escenario, una
superestructura que se conecta con la vida ultraterrena y que otorga a su difunto
una continuidad.
Pero más allá de esa litúrgica resurrección-perpetuación que el egipcio concibe como verdadera, en la mastaba resucitan y se perpetuán todos los signos de una antigua civilización.
Todo ello: en sus muros lo encontraréis, escribe Terenci Moix.
Pero más allá de esa litúrgica resurrección-perpetuación que el egipcio concibe como verdadera, en la mastaba resucitan y se perpetuán todos los signos de una antigua civilización.
Todo ello: en sus muros lo encontraréis, escribe Terenci Moix.
Bajo relieve de la mastaba de Mereruka. Ganadería en el Imperio
Antiguo. (Jaques de Morgan, Recherches
sur les origines de l'Égypte; l'âge de la pierre et les métaux)
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Me dirijo a la tumba de
Mereruka con esa excitación que
antecede a los grandes encuentros. Reparo en unos operarios egipcios que andan
trajinando en unos muros bajos de su lado este. Se entretienen en reparar los
desperfectos de unos sillares con una pasta confeccionada de igual color y
textura a la piedra. Escribo “se entretienen” por esa parsimonia que aparentan
en su trabajo. Me detengo un buen rato a observarlos haciendo cábalas sobre las
verdaderas intenciones de esa labor. ¿No serán parte de ese folclore que, junto
a camelleros, conductores de asnos y demás, se concentra en los lugares
turísticos buscando su sustento?
Tan ofuscado estoy en
esas presunciones que uno de ellos, advertido, quizá, de mi estampa de turista
bobalicón, se me acerca paleta y recipiente en mano invitándome a empastar una
zona dañada; tarea a la que me entrego halagado con la mayor de las emociones. ¡Acabáramos!
pienso, ahora toca aflojar propina. Curiosamente, el hombre se niega a
aceptarla, por más que insisto en ello, y de este modo, entre amplias sonrisas
y expresiones de cordialidad, retomo el paso hacia la entrada de la mastaba.
Descubrimiento y
difusión
La mastaba de Mereruka
fue descubierta en 1893 por el francés Jacques
de Morgan, quien por esas fechas estaba al cargo del Servicio de Antigüedades de Egipto. El nombre de Morgan,
aunque menos mediático que los de Mariette, Maspero, Petrie, y algunos otros,
bien puede inscribirse por su buen hacer en la distinguida lista de los padres
de la egiptología moderna. Cuenta en su haber, además, el descubrimiento en
Susa de la famosa estela con el Código de Hammurabi.
Morgan publicó en 1896 Recherches sur les origines de l'Égypte;
l'âge de la pierre et les métaux. En sus páginas aparecen algunos dibujos
de los relieves que adornan las paredes del recinto, y que el autor utilizó
para ilustrar su estudio.
En homenaje a Morgan incluiré
esos mismos dibujos para dar cierta dignidad a este humilde post. Aunque, he de
confesar, no conservo foto alguna del lugar, tan solo algunas secuencias de
video que aguardan, quién sabe por cuánto tiempo, pendientes de digitalizar. Y
sí, en eso de las fotografías, más cuando concentro toda mi atención en lo
observado, soy perezoso, y mi fiel compañera también, un asunto que llevamos
con cierto arrepentimiento y que poco a poco vamos subsanando gracias a las
facilidades que ofrecen los teléfonos móviles.
Siguiendo el curso de
la narración, pocos años después, en 1898, Georges
Daressy, miembro del equipo responsable del Museo de Bulaq, providencial
origen del actual Museo de El Cairo, publicó Le Mastaba de Mera, dando sumaria cuenta de las inscripciones jeroglíficas
halladas en el recinto.
Habría que esperar a
1907 para que aparecieran publicadas las primeras fotografías. El honor le
corresponde al egiptólogo belga Jean
Capart, quién incluyó en su estudio Une
rue de tombeaux à Saqqarah, dos de ellas. Una, quizá la más difundida desde
entonces, es la que se corresponde a esa sala de ofrendas que contiene en un
nicho, o falsa puerta, la representación del Ka de Mereruka en posición de atravesar ese umbral que lo separa
del más allá. En la otra, de lo más costumbrista y familiar, aparece el difunto
apaciblemente sentado sobre un canapé disfrutando de las destrezas musicales de
su esposa.
Siguiendo con eso de los homenajes, eufemismo que ratifica la falta de material propio, incluiré esas dos fotos en esta entrada.
Siguiendo con eso de los homenajes, eufemismo que ratifica la falta de material propio, incluiré esas dos fotos en esta entrada.
Seshseshet tocando el arpa ante su esposo Mereruka (Jean
Capart, Une rue de tombeaux à Saqqarah)
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Más tarde, los trabajos
en la zona del británico Cecil Firth
durante la campaña de 1921-1922 despejaron por completo la tumba, incluidas las
cámaras funerarias. Dio cuenta de ello en 1926 con su Excavations at Saqqara; Teti pyramid cemeteries.
Ya por último, en 1936,
bajo el patrocinio del magnate norteamericano John D. Rockefeller Jr., una
expedición del Instituto Oriental de la Universidad de Chicago, dirigida por Prentice Duell, realiza un exhaustivo
trabajo de campo en el enclave. Fruto de
ello, aparece en 1938 una espléndida publicación en dos volúmenes, donde se
detalla, con profusión de fotografías y dibujos, todo lo relativo al monumento.
Mereruka
En cuestión de cargos,
títulos y honores, hay que tomar cuidado con todo lo egipcio; no sea que
llevado de una ambición enciclopedista, el buscador de historias se pierda en
los dilatadísimos listados que adornan los
nombres de los más célebres personajes. La querencia del egipcio a inflar su
currículo, aún a costa de los de sus antecesores, no ha de extrañarnos.
Bien pensado, siempre
ha sido así, y no andamos muy lejos de ello en estos tiempos actuales. Y es que
el afán de notoriedad, de vendernos a los demás, y, en definitiva, de
anunciarnos al mundo con nuestras mejores galas, parece algo intrínseco a la
naturaleza humana. ¿No son acaso las redes sociales un amplio escaparate de
nuestras vidas? ¿No se hace un uso manipulador de ellas para proyectar nuestros
logros y bondades, escondiendo nuestras miserias? Me pregunto, incluso, si el
simple hecho de escribir un blog no es sino una sublimación de mis propias
carencias.
No les andamos a la
zaga, en esto de darnos postín, a los antiguos egipcios.
Con todo ¡Bendita
trascendencia! pues de otro modo hubiese quedado en el olvido, que es la
muerte, la memoria de nuestros ancestros.
Con Mereruka, al que se
le cuentan más de 84 títulos, por mor de la concisión, impera no extenderse:
Mereruka fue canciller (primer magistrado) del faraón Teti. El canciller presidía la administración del Estado, y
era, a su vez, juez supremo.
Nos encontramos a
inicios de la Dinastía VI, momento en el cual el poder de las noblezas locales
iba en aumento, llegando a propiciar una gradual decadencia de la monarquía
menfita que acabó dando término al llamado Reino, o Imperio Antiguo.
Hay un dato que resulta
significativo, y es que durante el reinado de este faraón hizo aparición un
nuevo título que llegó a ser recurrente, incluso hereditario: gran jefe de un nomo. Lo que atestigua
el aumento de gobernadores locales que cada vez se distanciaban más de la
esfera centralizadora.
Otra prueba de esa
pujante influencia de la aristocracia cortesana del momento la constituye la
política matrimonial del faraón. Teti, buscando el beneplácito de estos nobles, dio
en matrimonio a dos de sus hijas. Una de ellas a Kagemni y otra al propio
Mererunka. Ambos, dicho sea entre paréntesis, nombrados chatys o cancilleres, y ambos convecinos de mastaba por toda la
posteridad en ese círculo de íntimos, congregados en torno a la pirámide del
faraón.
La vida en escena
En realidad, la mastaba
alberga tres cámaras funerarias pertenecientes a Mereruka, a su esposa la
princesa Seshseshet, y a uno de sus
hijos, Meriteti. El conjunto, con sus
31 estancias, se presenta espléndido, el más extenso de este tipo, y junto a
las mastabas de Kagemni y Ti, entre otras, es uno de los mejores ejemplos
de las fases finales en la evolución de este modelo de enterramiento.
Rodeado de todo un
festival iconográfico, faltan horas, ojos y sabiduría para saborear con detalle
el festín. Se amontonan sobre los muros las estampas de otros tiempos. Se
obliga el buscador a entrenar la vista y concentrarse en las figuras, las
escenas y las formas que aparecen en un hacinamiento que no carece de
significado. Falta tiempo para el detalle y espacio para el deleite.
Porque no está solo el
visitante, le acompañan otras gentes, de otros puntos geográficos y otras
lenguas, que al igual que él quieren conocer las maravillas egipcias. Pero el
buscador quisiera por momentos abrir el libro de la vida en soledad, sin
intermediarios que perturben una paz necesaria; y en estas cuitas por querer
asimilarlo todo, atraviesa por un sinfín de ánimos: la excitación primera, a la
que se sucede la ansiedad, y después de ésta, la resignación.
Pero no han caído en
saco roto las muchas batallas que ha presentado el buscador, y aún sin él
saberlo, lo han convertido en todo un veterano en estas lides; pues en poco, rehecho
ya de sus heridas, se da con renovado envite a la tarea de escudriñar el
entorno.
¡El Nilo! ¡Siempre el
Nilo! Aparece omnipresente en la cotidianidad del egipcio. En este laberinto de
formas naturalistas no pasa desapercibido su protagonismo. Se aprecia e intuye
el fluir de sus aguas a través de los muros. Allí está, sustentando una barca
hecha de juncos desde donde los pescadores extraen sus redes rebosantes; en sus
riberas, salpicadas de lotos y papiros, se alimenta la nutria, la rana y toda
suerte de insectos; descansa allí el pelícano, una más de las criaturas
sacralizadas por esta religión que adquiere
sus emblemas de la naturaleza.
Abundan los relieves de
pesca, y en todos ellos el río no escatima sus dones. No aborrece el egipcio de
su sostén, porque el Nilo es la fuente primordial, el espacio vital donde acontece
lo sublime y lo cotidiano (¿no son acaso lo mismo?) de la cultura.
Unos valientes se
adentran en una zona pantanosa donde la naturaleza es primitiva y salvaje. Abundan
en el paraje las grullas, las garzas y un amplio espectro de aves acuáticas.
Los valientes van a la zaga de estas criaturas. Las aves se ocultan entre la
abundante vegetación, pero el egipcio, que ha aprendido a adiestrar a la
mangosta, logra encontrar sus nidos.
Escena de caza en las marismas. (Jaques de Morgan, Recherches
sur les origines de l'Égypte; l'âge de la pierre et les métaux)
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Bajo la barca de
juncos, la vida fluye en toda su crudeza; el cocodrilo y el hipopótamo habitan
el lugar, y se enfrascan en una feroz lucha por la supervivencia. No pasan
inadvertidas al buscador las terribles fauces abiertas del hipopótamo dando
cuenta, en lo que aparenta una batalla desigual, de un gran cocodrilo nilótico.
No escapa tampoco el
hipopótamo al cazador, por más que la bestia se embosque entre el frondoso ramaje
acuático. El egipcio se alza en su bote, que se nos antoja frágil, poca cosa
para la envergadura del animal; pero su arpón es certero y no dará tregua a la
presa hasta que caiga rendida.
Barcas y más barcas.
Aparecen a tropel en estas preñadas paredes. Barcas de todo tipo, tamaño y
estructuras. Barcas que discurren y se hacen obligadas en la fecunda y prolongada
arteria que, de Asuán al Mediterráneo, va hilvanando en una misma entidad a pueblos
y ciudades.
Observo a unos
conductores de ganado en ese trajín fatigoso de guiar las reses a través de las
aguas. Otros preparan los astados para
su transporte; forcejean en mil poses indescriptibles llenas de
comicidad. ¿Quién dijo que el arte egipcio era excesivamente solemne y
estático?
Leones y perros cazando.
(Jaques de Morgan, Recherches sur les
origines de l'Égypte; l'âge de la pierre et les métaux)
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En otra escena,
distingo un vergel donde el difunto podrá solazarse en su otra vida. Unos
siervos acarrean el agua que vierten sobre un terreno acanalado. Crecen con
delicados cuidados multitud de arbustos. Mereruka y su prole se muestran
complacidos.
Y no le ha de faltar
complacencia a Mereruka por los bienes acaparados para esa otra existencia que
se le avecina. Pues no hay estancia que se precie en la que no rezume la
abundancia. Se aprecian inacabables, aburridas incluso, las muchas procesiones
y cortejos de siervos y sacerdotes portando toda suerte de recursos. Las
ofrendas se atropellan unas a otras, abigarradas en una orgía visual que no
tiene parangón. Ofrendas para Mereruka, para Meriteti, y también para Seshseshet,
delicada en sus formas tocando el arpa o inspirando el aroma vital de la flor
de loto que lleva en su mano.
Portadores de ofrendas.
(Jaques de Morgan, Recherches sur les
origines de l'Égypte; l'âge de la pierre et les métaux)
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Toda suerte de aves, de
peces, de ganado, de frutos, de mil manjares, de aceites, joyas, ungüentos, y
un largo etcétera, se suceden hasta la saciedad y se amontonan en multitud de
cofres y vasijas con un descaro de opulencia que se antoja, por momentos, hasta
ofensivo.
Resultaría un escrito in extenso pasar revista a cada una de
las estampas de cotidianidad que adornan el lugar. Son multitud, y a cuál de
ellas más descriptiva: el pastor cuidando sus rebaños; el campesino arando la
tierra, segando la mies, aventando el grano; ordeñando las reses y domesticando
al antílope; prensando la uva y elaborando el vino. Orfebres fundiendo y dando
forma a los metales preciosos; carpinteros, escultores, fabricantes de vasijas;
o escribas, capataces, administradores, recaudadores y funcionarios varios cumpliendo
sus cometidos.
Bajo relieve de la tumba de
Mereruka representando la fabricación de vasos de piedra. (Jaques de Morgan, Recherches sur les origines de l'Égypte;
l'âge de la pierre et les métaux)
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Sorprenden, en este
sentido, algunas representaciones, pues no todo discurre de forma idílica en
este Egipto industrioso y de la abundancia. Así, las escenas en las que se imparte castigo
físico a unos pobres desdichados no pasan desapercibidas, adquiriendo especial
relevancia la del desventurado que asido al poste de la ignominia, recibe en
sus carnes la justiciera disciplina del flagelo; ¡plástica advertencia para los
que osan rebelarse al tributo impuesto!
En contrapartida, por
aquello de reconciliarnos con la inocencia, no faltan los relieves de niños y
jóvenes dándose a los juegos y a las acrobáticas danzas.
Y no podría faltar
tampoco, en este collage de vida y muerte, el convincente cortejo de
plañideras, quienes entre lamentos y sollozos, arrancándose los cabellos, despiden
con efusión al fallecido.
El tiempo, implacable,
nos indica que llegó hora de abandonar el lugar. A duras penas puede el
buscador encontrar un hueco en la estancia donde se encuentra el nicho que
contiene la figura del dignatario.
Cámara de las ofrendas. Falsa puerta con la estatua de
Mereruka (Jean Capart, Une rue de
tombeaux à Saqqarah)
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Es, no hay duda, la
principal atracción del recinto. Aquí, más que en ningún otro rincón, los guías
turísticos se explayan a conciencia; elevan sus voces y las acompañan de
expresión severa y aspavientos.
Presiento que ese otro yo del difunto no es ajeno a toda
esta reunión de fieles. Diría que avanza, cabeza en alto y rostro sonriente
(así lo define Maspero en su Histoire
ancienne des peuples de l'Orient) por esa pequeña escalinata, situada a pies de su guarida, para mezclarse entre esta multiétnica congregación.
Si así fuera, Mereruka
nos hablaría acerca de su vida y hazañas; nos narraría, con un lenguaje
universal, viejas historias del Antiguo Egipto.
Lecturas
recomendadas:
Duell,
Prentice (1938). The mastaba of Mereruka.
Chicago: The University of Chicago Press.
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