Una fina lluvia comienza a caer al tiempo
que enfilamos por la empinada carretera que separa la pintoresca población de
Eisenach del Castillo
de Wartburg. Pronto, un colosal bosque de hayas, alfombrado
de enormes helechos, indica que nos encontramos en la antesala de una de las
zonas verdes más hermosas del centro de Alemania: el bosque de Turingia.
Expectantes por llegar al encuentro del «caballero Jorge», volvemos de tanto en tanto la mirada hacia el valle, tratando de localizar, de forma casi intuitiva, la torre de la Iglesia de San Jorge (Georgenkirche), testigo impávido del ir y venir de ilustres personajes.
Finalmente, la alargada silueta del Castillo, recortada en el grisáceo cielo alemán, se presenta ante nosotros. Lo que antaño fue la residencia de los landgraves o condes de Turingia, escenario de las alegres músicas y cantos de los trovadores o minnesänger, se nos antoja ahora una sombría amalgama de edificaciones, que a modo de fortaleza, se encuentran presididas por su torre cuadrangular adornada de matacanes. Por instantes nos parece respirar un cierto halo mágico, el mismo, posiblemente, que inspiró al caballero Wolfram von Eschenbach a acabar de dar forma a la leyenda de Parzival; una magia que trascendiendo en el tiempo, excitó la vena creativa wagneriana en la composición de algunas de sus más destacadas obras.
A medida que la lluvia arrecia buscamos cobijo en el interior, y allí, como salido de una estampa onírica, no sé si poseído de los ancestrales espíritus trovadorescos, o de las estudiantiles manifestaciones que en aquel lugar se habían desarrollado durante el siglo XIX en pos de la unidad alemana, un argentino comenzó a recitar a voz en pecho el Poema conjetural de Borges: «…La noche lateral de los pantanos me acecha y me demora. Oigo los cascos de mi caliente muerte que me busca con jinetes, con belfos y con lanzas. Yo que anhelé ser otro, ser un hombre de sentencias, de libros, de dictámenes a cielo abierto yaceré entre ciénagas; pero me endiosa el pecho inexplicable un júbilo secreto. Al fin me encuentro con mi destino sudamericano…».
Acabado el recital del improvisado vate, tomamos nuevamente conciencia de encontrarnos en el mismo escenario al que nuestro «caballero Jorge» llegó una noche del 4 de mayo de 1521. Un lugar que el propio caballero describe como «mi cautividad, mi Patmos, el altísimo Alcázar, el reino de los pájaros». Este Junker Jörg no es otro que Martin Lutero.
El fraile agustino, tras inflamar la llama que habría de convulsionar a toda la Iglesia de Occidente, había llegado hasta allí en calidad de refugiado, bajo la protección de Federico el Sabio, Príncipe elector de Sajonia y Landgrave de Turingia. Fue una estancia de casi un año y durante ese tiempo, el aluvión que comenzó en Wittenberg iba inundando, de forma inexorable, toda Alemania y traspasaba ya sus fronteras. De poco o nada, sino para avivar las protestas, sirvieron la excomunión del fraile y las sentencias del Edicto de Worms.
Acercándonos al mirador pudimos observar, ya en todo su esplendor, la magnitud del extenso bosque (Thüringer Wald) salpicado de verdes valles entre las ondulantes colinas. In regione volucrum, in regione avium, firmaba el proscrito huésped algunas de sus primeras cartas; aunque, a decir verdad, nuestro particular reino de las aves había desaparecido por arte de la tormenta estival que amenazaba con prolongarse durante toda nuestra estancia.
Una cierta solemnidad nos invade al transitar por los mismos muros en los que el agustino vivió su Patmos particular. Aquí fue, entre la ociosidad y la febril dedicación a la apologética escritura, donde Lutero entabló sus más intensas luchas en soledad contra los deseos de la carne y ¡hasta contra el mismísimo Satán! Pero dudas, angustias, tentaciones, y visiones aparte, si por algo se conoce la estancia del desterrado fraile en el Castillo, es por su traducción al alemán del Nuevo Testamento. «No solamente el evangelio de Juan –escribe Lutero a Spalatino el 30 de marzo de 1522–, sino todo el Nuevo Testamento, lo traduje en mi Patmos; ahora Felipe (Melanchthon) y yo hemos empezado a limarlo. Y será, si Dios lo quiere, una obra digna. También necesitaremos de tu colaboración en el empleo ajustado de algunos vocablos; está, pues, apercibido; pero no nos suministres palabras castrenses o cortesanas, sino sencillas, pues la sencillez quiere brillar en este libro».
Con paso ceremonioso abandonamos el fortificado recinto, no sin antes despedirnos de unas gráciles palomas blancas de cola abanicada, que revoloteando aquí y allá, nos aparecen imperturbables al paso de los visitantes. No sé si estas aves simbolizan alguna cosa, pero quiero creer que son testigos perpetuos de la pureza de espíritu de la Santa Isabel de Hungría, que al decir de sus hagiógrafos, realizó en este lugar multitud de buenas obras. Una última mirada; una más que deje grabada en nuestra retina la alargada silueta del monumento. Sin premeditación alguna tarareo a sotto voce el himno luterano por excelencia: «Castillo fuerte es nuestro Dios, defensa y buen escudo...».
Expectantes por llegar al encuentro del «caballero Jorge», volvemos de tanto en tanto la mirada hacia el valle, tratando de localizar, de forma casi intuitiva, la torre de la Iglesia de San Jorge (Georgenkirche), testigo impávido del ir y venir de ilustres personajes.
Finalmente, la alargada silueta del Castillo, recortada en el grisáceo cielo alemán, se presenta ante nosotros. Lo que antaño fue la residencia de los landgraves o condes de Turingia, escenario de las alegres músicas y cantos de los trovadores o minnesänger, se nos antoja ahora una sombría amalgama de edificaciones, que a modo de fortaleza, se encuentran presididas por su torre cuadrangular adornada de matacanes. Por instantes nos parece respirar un cierto halo mágico, el mismo, posiblemente, que inspiró al caballero Wolfram von Eschenbach a acabar de dar forma a la leyenda de Parzival; una magia que trascendiendo en el tiempo, excitó la vena creativa wagneriana en la composición de algunas de sus más destacadas obras.
A medida que la lluvia arrecia buscamos cobijo en el interior, y allí, como salido de una estampa onírica, no sé si poseído de los ancestrales espíritus trovadorescos, o de las estudiantiles manifestaciones que en aquel lugar se habían desarrollado durante el siglo XIX en pos de la unidad alemana, un argentino comenzó a recitar a voz en pecho el Poema conjetural de Borges: «…La noche lateral de los pantanos me acecha y me demora. Oigo los cascos de mi caliente muerte que me busca con jinetes, con belfos y con lanzas. Yo que anhelé ser otro, ser un hombre de sentencias, de libros, de dictámenes a cielo abierto yaceré entre ciénagas; pero me endiosa el pecho inexplicable un júbilo secreto. Al fin me encuentro con mi destino sudamericano…».
Acabado el recital del improvisado vate, tomamos nuevamente conciencia de encontrarnos en el mismo escenario al que nuestro «caballero Jorge» llegó una noche del 4 de mayo de 1521. Un lugar que el propio caballero describe como «mi cautividad, mi Patmos, el altísimo Alcázar, el reino de los pájaros». Este Junker Jörg no es otro que Martin Lutero.
El fraile agustino, tras inflamar la llama que habría de convulsionar a toda la Iglesia de Occidente, había llegado hasta allí en calidad de refugiado, bajo la protección de Federico el Sabio, Príncipe elector de Sajonia y Landgrave de Turingia. Fue una estancia de casi un año y durante ese tiempo, el aluvión que comenzó en Wittenberg iba inundando, de forma inexorable, toda Alemania y traspasaba ya sus fronteras. De poco o nada, sino para avivar las protestas, sirvieron la excomunión del fraile y las sentencias del Edicto de Worms.
Acercándonos al mirador pudimos observar, ya en todo su esplendor, la magnitud del extenso bosque (Thüringer Wald) salpicado de verdes valles entre las ondulantes colinas. In regione volucrum, in regione avium, firmaba el proscrito huésped algunas de sus primeras cartas; aunque, a decir verdad, nuestro particular reino de las aves había desaparecido por arte de la tormenta estival que amenazaba con prolongarse durante toda nuestra estancia.
Una cierta solemnidad nos invade al transitar por los mismos muros en los que el agustino vivió su Patmos particular. Aquí fue, entre la ociosidad y la febril dedicación a la apologética escritura, donde Lutero entabló sus más intensas luchas en soledad contra los deseos de la carne y ¡hasta contra el mismísimo Satán! Pero dudas, angustias, tentaciones, y visiones aparte, si por algo se conoce la estancia del desterrado fraile en el Castillo, es por su traducción al alemán del Nuevo Testamento. «No solamente el evangelio de Juan –escribe Lutero a Spalatino el 30 de marzo de 1522–, sino todo el Nuevo Testamento, lo traduje en mi Patmos; ahora Felipe (Melanchthon) y yo hemos empezado a limarlo. Y será, si Dios lo quiere, una obra digna. También necesitaremos de tu colaboración en el empleo ajustado de algunos vocablos; está, pues, apercibido; pero no nos suministres palabras castrenses o cortesanas, sino sencillas, pues la sencillez quiere brillar en este libro».
Con paso ceremonioso abandonamos el fortificado recinto, no sin antes despedirnos de unas gráciles palomas blancas de cola abanicada, que revoloteando aquí y allá, nos aparecen imperturbables al paso de los visitantes. No sé si estas aves simbolizan alguna cosa, pero quiero creer que son testigos perpetuos de la pureza de espíritu de la Santa Isabel de Hungría, que al decir de sus hagiógrafos, realizó en este lugar multitud de buenas obras. Una última mirada; una más que deje grabada en nuestra retina la alargada silueta del monumento. Sin premeditación alguna tarareo a sotto voce el himno luterano por excelencia: «Castillo fuerte es nuestro Dios, defensa y buen escudo...».
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