Engendros comestibles
servidos en cafeterías y restaurantes de los museos hay muchos, pero especial
mención merece el trozo de ternera seco y tieso, tirando a mojama, que,
acompañado por un fangoso y anodino puré de patatas, tuve la osadía de escoger
en el self service de la Tate Britain.
Tate Britain |
Aquel día de asueto en
Londres tenía planteados tres objetivos lúdico-festivo-culturales que cumplir.
Por la mañana visita a la Wallace
Collection y rebuscar bajo las enaguas de una bella damisela, a saber que
misterios hay ocultos en El Columpio
de Fragonard; mediodía y tarde sesión de prerrafaelitas en la Tate; ya por la noche, Vivaldi en St. Martin's in the Fields. Con prisa
japonesa pude cumplir con los tres compromisos.
Ofelia. John Everett Millais |
El encuentro con la Ofelia de Millais eclipsó el resto de
actividades. Diría que la joven de tez lívida me esperaba abandonada lánguidamente
en su lecho fluvial; no muerta, sino sumida en un profundo letargo. Aún
resonaban, perdidos, los ecos de las cancioncillas que entonaba en su ingenua
locura; aún flotaban a su vera las muchas florecillas y hierbas que la triste
amante recogía por las riberas, adornos y presentes con los que se zafaba de sus
desdichas; aún el sauce, caído, meciendo sus hojas al vaivén de la corriente, no había
cesado de derramar su llanto por la inocente vida sesgada.
Sus manos, en actitud
de plegaria, húmedas e inertes, asomaban sutilmente de las calmosas aguas para
ser tomadas por un alma justa que la redimiese de su postración. Quise, por
instantes, llevado de un ímpetu insoslayable, ser el bienaventurado que llevara
a cabo la proeza. Lentamente, conmocionado, y aún faltándome la respiración, me
fui aproximando al óleo. Un sudor frio recorría mi espalda. Repentinamente, los
vivos colores del lienzo y la multitud de formas silvestres, se trastocaron en
una gigantesca imagen caleidoscópica, girando a gran velocidad alrededor de la doliente
Ofelia; la dulce hija, la resignada amante; la shakesperiana víctima de su
creador. Me pareció percibir un hálito, tenue y quebradizo. Pero sucumbí a la
desesperación al sentir la frialdad de
sus carnes, la rigidez de sus músculos, la vacía mirada. A punto estuve de
asirla, de traerla a mi regazo, de llevarla a lugar seguro, de infundirle nueva
vida, y de colmarla, finalmente, de
eternidad.
Una vigilante con feroz
aspecto me devolvió a la realidad, truncando el mágico hechizo del que era
objeto.
Elisabeth Eleanor Siddal |
Esta Ofelia de la que
Rimbaud nos dice que flota como un gran
lirio recostada sobre sus velos, no solo es la infeliz criatura imaginada
por Shakespeare. Es también Elisabeth Eleanor Siddal, la modelo que sirvió a
Millais en duras sesiones de trabajo, sumergida en agua durante horas y
soportando el enfriamiento que habría de debilitar su salud.
Por una conjunción
caprichosa del destino Ofelia es Elisabeth y Elisabeth fue Ofelia. La corta
vida de la joven, musa del prerrafaelismo, la llevó por un camino torturado por
los celos, el amor, el desamor y la muerte.
La frágil Elisabeth, emulando
las cuitas y avatares de su alter ego,
decidió también dormir plácidamente, sumergiendo su rojiza cabellera y su
pálida y serena belleza, en las suaves y tentadoras aguas del láudano.
Recuperado del trance
que me había subyugado, abandoné la sala en dirección al restaurante del museo.
Andaba enzarzado en un
imposible, intentando cortar un trozo de carne que llevarme a la boca; cerré
los ojos resignado. Un instante, y de nuevo la ensoñación: En las aguas profundas que acunan las estrellas, blanca y cándida,
Ofelia flota como un gran lirio, flota tan lentamente, recostada en sus
velos...
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