El ínclito personaje de
aspecto apacible que tenemos frente a nosotros es Ernesto I, apodado «el piadoso», y el
propio Oliver Cromwell, con el que le atribuíamos cierta familiaridad, dijo de
él que se contaba como uno de los príncipes más sabios de su tiempo. Posiblemente
no le faltaba razón al Lord Protector pues la memoria conservada de este
gobernante, como bien hemos podido comprobar, está valorada en alta estima.
Ernesto I, ejerció su
gobierno entre 1640 y 1675, fundando en primera instancia el Ducado de Sajonia-Gotha, para, más tarde,
aumentar sus dominios con el Ducado de Sajonia-Coburgo,
y finalmente, poco antes de morir, el Ducado
de Sajonia-Gotha-Altenburgo. Provenía de la Casa de Wettin, una saga dinástica
de gobernantes sajones que, en su línea de los Ernestinos, se extendió por gran
parte de Europa. Valga decir, a modo de curiosidad, que la actual monarca del
Reino Unido y el rey Felipe de Bélgica, pertenecen a tan fecunda dinastía, una
cuestión de la que las autoridades locales de esta reposada población de la
Turingia están orgullosas.
Monumento a Ernesto I. Al fondo, el palacio de Friedenstein. |
El monumento data de 1904 y es obra del escultor berlinés Caspar
Finkenberger. Como elemento relevante aparece una enorme Biblia que el piadoso príncipe
sostiene en sus manos. La alusión es clara al patrocinio de Ernesto I a la
publicación y difusión de la Biblia luterana. Se trata de la llamada Biblia Ernestina o Biblia de Weimar, cuya primera edición data de 1640 y fue impresa
en Núremberg. Dos aspectos engrandecen esta labor: de una parte todo el trabajo
pedagógico que acompañó a la publicación, con el añadido de comentarios, mapas,
tablas y grabados, labor que se encargó a más de treinta teólogos relevantes de
la época; por otra parte, la intencionalidad hacia su plena difusión, haciendo
asequible su compra, o en su defecto, su donación.
En perspectiva, esta
salvaguarda del legado luterano por parte del príncipe Ernesto supuso una
verdadera rehabilitación bíblica, a tenor del debacle producido por la Guerra de los Treinta Años, convirtiendo
la posesión de las Escrituras en algo completamente excepcional.
Y no, no se asusten mis
sufridos lectores si creen que toca ahora turno de parrafada en torno a la
citada Guerra, asunto sobre el que intento mantener la autodisciplina y no caer
en la tentación; pero si me permitiré la licencia de hacer mención a un excelente
film ambientado en la época, y del que guardo un grato recuerdo por motivo de
su adaptación a una representación teatral en la que algunos amigos dimos escapatoria
a juveniles inquietudes intelectuales.
Se trata de El último valle, de James Clavell,
basado en la novela homónima de J.B. Pick. De entre sus sesudos diálogos,
destaco el mantenido entre El Capitán y el maestro Vogel (acertadísimos en sus
papeles Michael Caine y Omar Sharif) acerca del propósito de la contienda:
—Matamos hombres,
mujeres y niños —pronuncia El Capitán—. Veinte, treinta mil, y después lo
arrasamos todo.
—¿Por qué? —pregunta Vogel.
—Venganza, si…fue en
venganza por una de nuestras ciudades que, a su vez, fue arrasada en venganza
por una de sus ciudades. Esta guerra es una cadena de venganzas. Probablemente
la primera fue destruida para proporcionarle a algún príncipe gordinflón una
mejor vista del Rhin. Lo de Magdeburg fue así de sencillo.
Puesto que mi fiel
acompañante es pedagoga acertamos a resaltar una faceta más, fuera del ámbito estrictamente
religioso, del sagaz gobernante Ernesto. Entre sus pre-ilustradas ordenanzas se
encontraba la escolarización obligatoria de todos los niños y niñas de entre cinco
y doce años. Una medida, no hay duda, adelantada a su tiempo y por la que se decía
que sus campesinos estaban mejor instruidos que los nobles de otras ciudades. Andreas
Reyher, rector del Gymnasium de Gotha
y consejero del príncipe Ernesto hasta su muerte, fue el impulsor de tal
proyecto (Gothar Schulmethodus), un modelo que, iniciado con anterioridad por Wolfgang
Ratke y el famoso Comenius, fue posteriormente seguido en muchos otros Estados
alemanes.
Palacio de Friedenstein. Detalle de la torre Este. |
Dejamos al príncipe Ernst der Fromme, impávido en su
pedestal, para continuar nuestra marcha hacia esa descomunal mole blanca
coronada de pizarra que tanto nos había llamado la atención. El Palacio
Friedenstein (Schloss Friedenstein), cuya construcción se inició en 1643, impone
en su exterior por su grandeza y austeridad, una percepción de la que el
visitante se va despojando poco a poco a medida que descubre las salas y
colecciones que se albergan en su interior, con especial mención al teatro barroco,
datado en 1681, que se conserva en perfecto estado.
Friedenstein significa “piedra de
la paz”, un nombre con el que al parecer el piadoso Ernesto quiso exorcizar los
fantasmas de la Guerra. Y en cierto modo, algún resquicio de aquella paz nos
traspasa al pasear por los ajardinados alrededores hasta llegar a la espaciosa Orangerie.
Herzogliches Museum (Museo Ducal) |
Hacia el sur, después
de traspasar el gran patio central del palacio, divisamos un edificio flanqueado
de frondosos jardines que, por su pomposa arquitectura, a duras penas logramos
identificar con el recinto visitado. Se trata del Herzogliche Museum (Museo Ducal) mandado construir en la segunda
mitad del siglo XIX para dar cobijo a las numerosas colecciones de arte que los
diferentes duques de Gotha iban acumulando.
Coincide nuestra visita
con una exhaustiva exposición acerca del devenir de la dinastía Ernestina a lo
largo de su historia: Die Ernestiner.
Eine Dynastie prägt Europa (La Ernestina. Una dinastía que determina
Europa). La profusión de fechas, nombres, datos, e información en general, es
tan minuciosa que no sorprende en absoluto el gusto de estas buenas gentes por
las largas genealogías, así como el predicamento alcanzado por el famoso Almanaque de Gotha, donde desde 1763
hasta finales de la Segunda Guerra Mundial, quedaron consignados al detalle
todos y cada uno los miembros de la aristocracia y realeza europeas.
Schlosspark. |
Nuestras neuronas, ya
exhaustas, requieren con urgencia de un merecido receso. Saliendo del Museo
concentramos nuestra atención en un extenso parque que nos invita al descanso.
Sentados en un banco a orillas de un estanque nos dejamos mecer absortos por el
acompasado ir y venir de los patos sobre las apacibles aguas. A lo lejos, un
templete neoclásico de reducidas dimensiones coloca la guinda en el pastel.
Aún embelesados por tan
placentero instante dirigimos nuestros pasos hacia la Augustinerkirche
para averiguar más cosas acerca de otro ilustre personaje de la ciudad: Friedrich
Myconius. Pero esa historia, valga la redundancia, ya es otra historia.
Barockes Universum Gotha (El
universo barroco de Gotha) es una expresión que hemos visto utilizada como lema
turístico; de ese universo hemos degustado un poco, muy poco, en realidad; confío en futuros
encuentros poder saciar nuestro apetito. Entre tanto, seguiremos cortejando como expertos "buscadores" a
nuestra deseada.
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