Digresiones
Me sorprende la mañana
escribiendo estas notas. Anda el petirrojo muy madrugador, maniobrando cual
saltimbanqui de arbusto en arbusto con ese sostenido gorjeo que le es
característico. Suenan también los
arrullos de las tórtolas, camufladas
entre las ramas del esbelto magnolio que adorna el exterior. Se intuyen los
resortes que en poco pondrán a funcionar la maquinaria del nuevo día, tal como
glosa Joan Manuel Serrat en su
estimable Canción infantil:
Tú,
enciende el sol.
Tú,
tiñe el mar,
y tú,
descorre el velo
que
oscurece el cielo,
y tú,
ve a blanquear
la
espuma y la nube,
la
nieve y la lana,
y tú,
conmigo a cantar la mañana.
Nit y Thor, una
bonachona y disciplinada border collie y un robusto pitbull-labrador negro
azabache, recogidos hace ya algunos años en una protectora, dormitan todavía en
sus casetas. Nit es nuestra exploradora particular, siempre en cabeza de
pelotón serpenteando el terreno por el que andamos. A raíz de un documental
donde nos pareció identificar a nuestra preciada mascota, creemos todos en la
familia que esta espléndida criatura es la reencarnación de uno de los canes
que acompañaron a Shackleton en su atropellada aventura antártica a bordo del
Endurance. Por otro lado, el amigo Thor es todo un personaje, y aprecio en él
una especial querencia por todo lo histórico, a tenor de la excitación que le
producen los dólmenes y algún que otro yacimiento ibero. Excitación que
normalmente culmina con el fluir de sus aguas menores. Ni la una ni el otro
tienen pedigrí, algo que me enorgullece y los hace más cercanos a mi humilde
persona; contándose entre mis ancestros, personajes tan dispares como el más
famoso de los bandoleros españoles y un beatificado obispo almeriense.
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Frente a la Pirámide Escalonada |
No está sola esta
Pirámide que adorna el muro de mi habitáculo, de este sancta sanctorum del
hogar donde puedo explayar trabajo y aficiones, y donde, sin temor a ser
constantemente recriminado, puedo solazarme en el mal hábito de fumar un
cigarrillo. No está sola, apuntaba, la Pirámide
del faraón Zoser, o mejor, de Imhotep.
La acompañan algunas piezas de diógenes diletante que he ido acumulando con el
pasar del tiempo. Reparo en una acuarela (una aberración artística, diría) con La danza de Matisse que un buen día me dio por realizar tras un viaje a Niza;
una hermosa reproducción de la Madonna de
las Rocas de Filippo Lippi,
adquirida en un almacén de embargos; una preciosa foto de mi hija en Roma, bajo
palio del Arco de Tito, donde, aparte de la extraordinaria belleza del ser de
mis entrañas, se observa en detalle el relieve en el cual las tropas romanas se
alzan con los trofeos del Templo de Jerusalén; otra fotografía donde nuevamente
aparecen mis niñas frente a la armoniosa estructura de la Capilla Pazzi, obra
de Brunelleschi; un estupendo
grabado coloreado a mano que reproduce el momento en que Cromwell disuelve el
Parlamento inglés; otro más, a partir del Leónidas
en las Termópilas de Jacques Louis
David; y, entre muchas otras reliquias de nulo valor económico, pero de
enorme trascendencia sentimental, una carta del ilustre Miguel Delibes que Silvia, mi fiel compañera, conserva enmarcada, y
por la que recibo constantes amonestaciones por enturbiar el cristal que la
protege con el humo del tabaco.
Si dirijo la mirada a los altos del mobiliario que hace las veces de biblioteca de este particular refugio, aparecen algunas esculturas de factura clásica; caprichos concedidos por un taller de cerámica amigo: una copia de la Venus de Milo, excesivamente esmaltada a mi gusto, y otra de la diosa Hebe, sustentando su elixir de la eterna juventud, son dos de las más distinguidas.
Si dirijo la mirada a los altos del mobiliario que hace las veces de biblioteca de este particular refugio, aparecen algunas esculturas de factura clásica; caprichos concedidos por un taller de cerámica amigo: una copia de la Venus de Milo, excesivamente esmaltada a mi gusto, y otra de la diosa Hebe, sustentando su elixir de la eterna juventud, son dos de las más distinguidas.
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Hebe, diosa de la eterna juventud |
¿A qué obedece esta digresión a modo de inventario? Habrá quién se pregunte. A dos causas, diría. Una de ellas, no lo negaré, a dar contento a este apacible amanecer dominguero con la simple contemplación de lo que tengo más a mano. Así, esperando la visita de Calíope, que andará aún librándose del tenaz abrazo de Morfeo, doy rienda suelta al éxtasis contemplativo.
Pero aún hay otra, más
prosaica si se quiere, y que se ciñe a esa disciplina que toda entrada a un
blog requiere para acertar a escribir sobre un asunto concreto: de Imhotep toca
hoy el discurso; y de Imhotep, o Imutes, del griego, como se le nombra en
muchos otros textos (en eso de las transcripciones egipcias anda la egiptología
española aún muy dispersa), hoy hablaremos.
¿Qué tienen en común
Matisse, Filippo Lippi, Brunelleschi, David, o Miguel Delibes? Son grandes
artistas, responderíamos al unísono a modo de catecismo ¿Qué cosa son El Arco
de Tito, la Capilla Pazzi, la Venus de Milo, o la Pirámide Escalonada de
Saqqara? Son obras del arte universal,
volveríamos a responder como obedientes catecúmenos.
Y pregunto nuevamente,
haciendo las veces de catequista de la comunidad: ¿Quién fue Imhotep? Imhotep
fue el primer nombre en la Historia del Arte, concluiríamos.
Cierto, el nombre del
maestro que dotó a la piedra de nuevas formas y complejidades, cuya obra de más
de cuatro milenios aún perdura en las arenas de Saqqara, es el primer artista conocido del que se tiene constancia.
Imhotep
En el Museo Imhotep de
Saqqara se expone, a modo de bienvenida, un pedestal descubierto en el interior
del recinto real correspondiente a una representación, posiblemente sedente,
del faraón Zoser. El hallazgo fue fruto de una de esas campañas que se llevaron
a cabo durante las primeras décadas del siglo XX en la necrópolis menfita.
Concretamente en la correspondiente a los años 1925 a 1926, bajo dirección de
los británicos Cecil Firth y James Edward Quibell. A ese equipo,
cabe señalar, se les uniría un joven arquitecto francés llamado Jean-Philippe Lauer, toda una eminencia
en lo tocante al trabajo de campo, no en vano dedicó su vida entera, casi
centenaria, a descubrir y lustrar los vestigios de esta desértica meseta.
La inscripción acerca
de Imhotep que hay grabada en la pieza es de lo más revelador:
Canciller del rey en el Bajo Egipto, Primero después
del Rey del Alto Egipto, Administrador del Gran Palacio, Noble Heredero, Gran
Sacerdote de Heliópolis, el carpintero constructor, el escultor, el hacedor de
vasijas de piedra.
Llegados a este punto,
no puedo por menos que transcribir las palabras del propio Lauer en torno a la
importancia de este hallazgo:
Fue en enero de 1926 que Cecil M. Firth descubrió, a
cinco metros al sur de las paredes de la Pirámide, y a veinticinco metros de su
ángulo sudeste, el precioso zócalo de la estatua de Horus Neteri-khet (nombre
de Horus del faraón Zoser) que llevaba cuidadosamente grabado, junto a su
serekh, el nombre y toda la titulatura de su ministro Imhotep. Rápidamente
transferimos la pieza al Museo del Cairo, donde le fue confiado su estudio a
Battiscombe Gunn…
Gunn a continuación transcribió y tradujo los cinco
títulos más relevantes que, bajo el nombre de Imhotep, ponían de manifiesto su
dedicación al Horus Neteri-khet… Con esta dedicación, indicó Gunn, tenemos un
documento único de la época sobre el famoso Imhotep-Imouthès, que constituye
quizás la principal característica de este monumento… Solo una relación de gran
intimidad entre Zoser e Imhotep habría permitido, de alguna manera, ese
autógrafo junto al Horus Neteri-khet en
una estatua que era la primera visible en la entrada del gran complejo
monumental…
De este modo, junto a los cinco principales títulos
que ostenta, aparecen otros tres más modestos (carpintero constructor,
escultor, hacedor de vasijas de piedra) que lo asocian a los tres principales
oficios que trabajaron bajo su dirección en la construcción de la morada eterna
del faraón Zoser. (Extraído de Jean-Philippe Lauer, Remarques concernant l’inscription d’Imhotep gravée sur le socle de
statue de l’Horus Neteri-Kher (roi Djoser), en Studies in Honor of William Kelly Simpson, Volume 2, (ed. Peter Der
Manuelian) Boston: Museum of Fine Arts, 1996. pp.493-498)
Nadie duda, a falta de
nuevos descubrimientos, que se trata del primer artista en la historia cuyo
nombre quedó grabado para la posteridad.
A tenor de esta prueba
epigráfica, no ha de resultar extraña la envergadura que el personaje tuvo en
sus tiempos, ni tampoco esa suerte de proceso de heroización que culminó con su
incorporación al muy nutrido panteón egipcio. No solo esto, sino que hoy día,
no es difícil encontrar multitud de hipótesis de adscripción diversa donde la
figura de Imhotep tiene un protagonismo especial.
Pero la inscripción,
además, confiere veracidad a las palabras de Manetón, sacerdote egipcio de tiempos ptolemaicos, llegadas a
nuestros días de fuentes secundarias, donde escribe en su Aegyptiaca lo siguiente:
Tosortro reinó durante 29 años, y de su época es
Imutes; éste entre los egipcios es considerado como Asclepio por su ciencia
médica, e inventó la construcción por medio de piedras pulidas; y además se
preocupó de la escritura.
Aún se presume que
Imhotep pudo bien aplicarse en su labor
más allá del reinado de Zoser; todo a resultas de un grafito con su nombre que
apareció en la propia meseta de Saqqara a mediados del siglo XX, entre los
restos de un inacabado complejo funerario de similar estructura al de Zoser,
perteneciente al faraón Sejemjet.
Y abundando en esto de
los grafitos e inscripciones, otro de ellos, descubierto en el rocoso paisaje
que se extiende a lo largo del Wadi
Hammamat, y que es todo un filón para los buscadores de este tipo de
tesoros, parece indicar que con Imhotep sirve aquello de: de casta le viene al galgo, pues su padre, Kanofer, ostentaba el
título de Jefe de las Obras del país del
sur y del norte.
Todo un polímata este
Imhotep, cuyo nombre significa El que viene en paz o El que llega en plenitud.
El gran Maestro de Obras
No es aventurado adscribirle, como hace Manetón, la invención de la construcción por medio de piedras pulidas, pues con anterioridad al complejo ideado por él, el uso de la piedra fue escaso y puntual, como así lo prueban los vestigios funerarios hallados en Abidos pertenecientes al periodo anterior a la Tercera Dinastía. Ya en época ptolemaica la idealización del Imhotep arquitecto alcanzó su cenit atribuyéndole un poder intercesor como Inspector de todo lo que el cielo trae, e imputándole el canon constructivo que habría de servir a todo edificio religioso del momento.
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Columnas con capitel papiriforme del patio de la Casa Norte |
El escriba
De su preocupación por
la escritura, a excepción de ese libro de piedra que constituye su obra
constructora y que manifiesta la enorme influencia del clero heliopolitano en
la época, no se conservan textos sapienciales de este maestro, pero por aquello
de cuando el río suena agua lleva, no es
inverosímil conjeturar que los hubo, y que fueron de enorme influencia en su
momento. Así, en tiempos del Imperio Medio los escribas habían incorporado a
sus rituales una suerte de libación vertiendo, antes de emprender la labor,
unas gotas de agua de su recipiente en honor al ka de su patrono y maestro
espiritual.
Dan también cuenta de
todo ello las muchas estatuillas votivas en bronce que se prodigaron durante la
Baja Época y perduraron en tiempo helenístico y romano, donde el sabio se
representa sentado con el característico faldellín sacerdotal y el casquete que
indica su filiación al dios Ptah, y
donde se le ve abriendo un rollo de papiro que se encuentra en su regazo. Ya en
estos tiempos la figura de Imhotep ha llegado a esa apoteosis que de manera
gradual lo ha elevado a los altares.
Para el turista de sol
y playa, si se me permite la generalización, una estancia en Menorca no puede
obviar la visita a su museo, en Maó, donde, entre muchas otras reliquias que
tuvieron su origen en el antiguo intercambio comercial con el Mediterráneo
oriental, podrá disfrutar de una de
estas piezas, descubierta en 1974, y que se encuentra en bastante buen estado
de conservación.
El dios sanador
La estatuilla
menorquina anteriormente citada conserva intacta una inscripción que reza lo
siguiente: Imhotep, hijo de Ptah, nacido
de Khereduankh.
Tal grado de
divinización adquirió Imhotep que fue adscrito al panteón egipcio formando
parte de la triada menfita y otorgándole el grado de hijo de Ptah, el
primigenio constructor y supremo artesano. Pero más allá de todo esto, a
Imhotep se le concedió, debido a su ciencia médica, tal como señala Manetón, el
supremo poder sanador. El helenismo, como en tantos otros casos, hizo el resto
y sincretizó su figura con la de Asclepio,
desarrollándose su culto y la elevación de templos en su nombre a lo largo de
todo el territorio: Saqqara, principal enclave de peregrinación; Karnak, Deir
el-Medina, Deir el-Bahari, Dendera, Filé, etc.
Mucho hay dicho y
escrito sobre Imhotep. Abunda hoy día, no obstante, una amplia bibliografía en
torno a sus misterios: su magia, sus conocimientos astronómicos, su ciencia
esotérica, su alquimia, etc. Reconozco el poco atractivo que todas estas
materias me ofrecen. Las respeto, pero yo, que soy persona de poca elevación
intelectual, no acierto a comprenderlas.
El sol penetra con
fuerza, apuntando maneras, a través del ventanal de mi habitáculo. Nit y Thor
comienzan a corretear aquí y allá persiguiendo un grupo de gorriones que se
acercan a beber de los diminutos charcos que se forman con el riego. Advertidos
de mi presencia menean nerviosamente sus rabos. Un quejumbroso ladrido de Thor
me indica que ha llegado el momento de dejar a Imhotep y sus hazañas para salir
a corretear por los campos.
A estas horas, la
Pirámide del faraón Zoser luce mejor que nunca pendida en su lugar de honor.
Lecturas
recomendadas:
- Hurry, Jamieson B. (1926). Imhotep. Londres: Oxford University Press.
- Jacq, Christian. (2008). Los sabios del Antiguo Egipto. Madrid: La Esfera de los Libros.
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