Temprano. En la Hauptmarkt los comerciantes se emplean
en ir montado sus tenderetes. Núremberg se despereza para reafirmarse un día
más en su continuo trasiego. Aún los sonidos aparecen nítidos, anuncios dispersos
de lo que está por llegar. Las puertas de las furgonetas se abren y cierran
casi de un modo contrapuntístico, y las cajas llenas de viandas golpetean sobre las mesas como si de un bajo continuo se tratara. Como a toque de
llamada se intensifica el tráfico de los vendedores, y en sus expresiones, se
descubre el ánimo del que espera obtener un sustancioso día. Aquí y allá, como
batallón entrenado, levantan sus pendones para encarar la batalla, y en un
santiamén, el cielo de la gran plaza se va tiñendo del rojiblanco a rayas de
los entoldados.
En una esquina, el apaisado mural que luce en la fachada de la Cámara de Comercio, donde se representa una caravana de comerciantes escoltados por soldadesca imperial, homenajea la ancestral vocación de estas gentes.
En una esquina, el apaisado mural que luce en la fachada de la Cámara de Comercio, donde se representa una caravana de comerciantes escoltados por soldadesca imperial, homenajea la ancestral vocación de estas gentes.
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Fachada de la Cámara de Comercio e Industria de Núremberg y Franconia Central |
Detonan los olores mañaneros al pasar frente la Frauenkirche, adornando el paso con aromas entremezclados a menta, albahaca, uva y sandía. Impacientes, en lo alto de su fachada, apostados en el insólito carrillón, el emperador Carlos IV y los sietes electores esperan, acompañados de ángeles y tamboriles, la sonada de mediodía que rememore nuevamente la bulla aurea que los liberó del omnipresente poder papal.
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Hauptmarkt y Frauenkirche |
Apartada, la Schönner Brunnen (la Fuente Hermosa)
dormita todavía, solitaria, haciendo acopio de fuerzas, así creemos, para
recibir con júbilo a las muchas gentes que acudirán a ella esperanzadas en
alcanzar sus parabienes.
El corazón de la ciudad
comienza a latir, y a su ritmo, recorremos sus entrañas por recovecos
insospechados, tapizados de piedra adoquinada.
Al norte, el Castillo
Imperial. Emblemático. Su pétrea estampa se impone a lo largo de todo el
recorrido recortando silencioso el horizonte. Desde su rocosa atalaya nos
aparece inmutable viendo pasar los tiempos. Tiempos que conoció mejores, y de
los que parece sentir cierta nostalgia; tiempos en los que daba abrigo con frecuencia a los emperadores del Sacro Imperio; tiempos en los que en su seno se
forjaban muchas de las leyes que habrían de regir los destinos de miles de almas; tiempos de gloria, en
definitiva, que compartía con las ciudades de Frankfurt y Aquisgrán.
Bajamos. La Casa de Alberto Durero,
a pies del imperial promontorio, hace que no olvidemos las glorias de los hijos
de esta Florencia alemana; glorias que hábilmente fueron entroncadas al panteón
cultural germano y ensalzadas, en muchos casos, por los románticos resortes del
XIX. Aún sin sacudirnos del todo el ensueño de períodos imperiales, acertamos a
conocer algunas facetas más de este personaje que, cual demiurgo, nos observa con sugestiva mirada en un medio plano frontal; algo inusitado y atrevido, por cierto, en los autorretratos de los pintores del momento. La lámina que vemos es una copia del original que se encuentra en Munich.
Es aquí, en este barrio del Castillo, en esta cuna de impresores, donde el artista del buril mamó del arte del grabado y perfeccionó, como no se había hecho hasta entonces, el dibujo para estampa, elevando su rango a cotas de maestría insospechadas. Fue también en la admiración que le proporcionaban las vistas del Kaiserburg donde el erudito geómetra, el meticuloso tratadista del arte de dibujar el cuerpo humano, el émulo de las perspectivas renacentistas italianas, dio a imprenta sus sabios consejos, o mejor, sus Varias lecciones (Etliche Unterricht) acerca de la fortificación de villas, burgos y castillos; obra que dedicó al más español de los nietos de Maximiliano I, el infante Fernando.
Es aquí, en este barrio del Castillo, en esta cuna de impresores, donde el artista del buril mamó del arte del grabado y perfeccionó, como no se había hecho hasta entonces, el dibujo para estampa, elevando su rango a cotas de maestría insospechadas. Fue también en la admiración que le proporcionaban las vistas del Kaiserburg donde el erudito geómetra, el meticuloso tratadista del arte de dibujar el cuerpo humano, el émulo de las perspectivas renacentistas italianas, dio a imprenta sus sabios consejos, o mejor, sus Varias lecciones (Etliche Unterricht) acerca de la fortificación de villas, burgos y castillos; obra que dedicó al más español de los nietos de Maximiliano I, el infante Fernando.
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Heilig-Geist-Spital sobre el Río Pegnitz |
En dirección sur atravesamos
el río Pegnitz por la Königstrasse, de cuyo puente se obtienen
las más pintorescas vistas de lo que fuera el antiguo Hospital del Espíritu
Santo (Heilig-Geist-Spital). Proseguimos hasta llegar a los dominios de la admirable
Iglesia de San Lorenzo, la cual, desde su fundación, rivaliza con la de San
Sebaldo, y todo a cuentas del caprichoso discurrir del Pegnitz, que divide en
dos la ciudad.
Suena lo que creo es Bach: ¡Excelso! Ameniza el paseo un violinista a pie de calle: ¡Maldita memoria! Estoy convencido que es una de sus partitas para violín; la segunda no, con seguridad.
Suena lo que creo es Bach: ¡Excelso! Ameniza el paseo un violinista a pie de calle: ¡Maldita memoria! Estoy convencido que es una de sus partitas para violín; la segunda no, con seguridad.
Mi fiel compañera, con
un sexto sentido para estas cosas, advierte en la zona presencia próxima de
comercios, especialmente, de los dedicados al buen arte de vestir a la mujer. Por
momentos nuestros destinos se distancian, y al tiempo que ella toma la Karolinenstrasse en busca de su
unicornio blanco, aprovecho a fumar mi cigarrillo de rigor, absorto en la
contemplación del doble rosetón de la fachada de la Lorenzkirche.
Tocando fin la
jornada y a punto de salir extramuros, nos dejamos caer bajo la Frauentorturm (Torre de las Mujeres), a
cuya sombra se alberga el llamado Patio de los Artesanos (Handwerkerhof); un pequeño reducto sazonado de casitas que albergan coquetas tiendas y típicos bares. Momento oportuno para nuestro solaz y refrigerio.
—Vamos a ver las fotos.
¿Cómo quedaron? —pregunta mi fiel compañera.
—Bien, luego, más
tarde. —respondo huidizo.
—Ya. ¿Cuántas has
hecho?
—Alguna que otra. Pocas
en realidad….
—Como siempre ¿no?
—Sí, dos o tres. De verdad,
me da mucha pereza.
—Eres incorregible.
—Ya mañana, quizá.
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