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5 sept 2016

Núremberg: el espíritu de San Sebaldo.

«En Núremberg, nuestras unidades, que entraron desde el Norte y desde el Este, han enlazado, y otros elementos penetraron en la ciudad desde el Sur. La resistencia ha ido creciendo a medida que dominábamos las posiciones enemigas». Así rezaba el comunicado oficial del Cuartel General del Cuerpo Expedicionario Aliado el día 19 de abril de 1945.
Al día siguiente, 20 de abril, un nuevo comunicado consignaba lo siguiente: «Dentro de Núremberg el enemigo ha sido rechazado hacia un área de poco más de un kilómetro cuadrado, en la cual se lucha de casa en casa». Ese mismo día, el Alto Mando de las fuerzas armadas alemanas comunicaba que «la guarnición de Núremberg libra duros combates defensivos». Al final de la jornada, varias columnas  de la 3ª División de Infantería estadounidense atravesaron los restos de la ciudad en dirección a Múnich; la batalla había finalizado.
Pocos meses antes, el 2 de enero de 1945, un contundente bombardeo de las fuerzas aéreas británicas había castigado ostensiblemente la ciudad; para ese 20 de abril, y después de cinco largos días de duros enfrentamientos, la que fuera la joya del Reich, la ciudad por excelencia del nacionalsocialismo, no era más que una siniestra amalgama de cadáveres, almas desamparadas y ruinas.
Si por toda Alemania es difícil no volver la vista atrás, en Núremberg se hace imposible; pero sus ciudadanos, afables y hospitalarios, tienen el mérito de haber transformado una ciudad herida de muerte, casi extinta, en un enclave dinámico, turístico y bullicioso, jovial y pletórico, que se complace en enfrentar su pasado con encomiable valentía.

Caminando por la Johannisstrasse en dirección al centro histórico, pronto acertamos a distinguir en la lejanía las dos prominentes agujas de la Iglesia de San Sebaldo que se levantan ufanas por encima del recinto amurallado.  Poco antes, y en esa misma avenida, habíamos hecho un alto en un pequeño restaurante llamado Barockhäusle que, para nuestra sorpresa, albergaba en su interior un cuidado patio, lo que por estos lugares se llama Biergarten, anexo al Jardín de las Hespérides (Hesperidengärten). La creación de este recinto se remonta a época barroca, en los tiempos que las adecentadas familias que poseían propiedades en aquel distrito buscaron dar lustre a su nivel social con este tipo de jardines de estilo italiano.

Weissgerbergasse. Núremberg.
Weissgerbergasse. Núremberg.
Atravesando la muralla de la ciudad antigua tomamos la Weissgerbergasse, lugar donde antaño se concentraban los curtidores, y que nos recuerda la relevancia artesanal de este enclave durante el Medievo. Y en este sentido, valga el paréntesis, los muchos relatos de viajeros decimonónicos que nos han llegado convergen en señalar el carácter industrioso de estas gentes. Curiosamente en esta zona, una de las más antiguas, se salvaron de los bombardeos algunas de las construcciones originales, siendo  hoy día una coqueta calle peatonal de típicas casas de entramado de piedra y madera, llamadas Fachwerkhaus, sazonada de pequeños cafés y comercios.

Fachwerkhaus en la Weissgerbergasse. Núremberg.
Fachwerkhaus en la Weissgerbergasse. Núremberg.
De este modo, sumergidos en actores de una estampa costumbrista, llegamos plácidamente hasta las inmediaciones de la Sebalduskirche.

Entrando en el recinto, aprovechamos la estancia de un nutrido grupo de turistas italianos, capitaneados por una atractiva guía, para ejercitar una de nuestras mejores aficiones: jugar al despiste y aprovechar el recorrido. Cierto, es una capacidad que mi fiel compañera y yo tenemos muy cultivada y de la que somos curtidos veteranos.
En cualquier caso, y enroscados en ese divertido juego del “me voy y vengo” y del “por aquí pasaba yo también”, la visita transcurre según sus fueros: fechas, fases, estilos, retablos, cofres, tallas, relieves, una simpática anécdota aquí y otra gracia allá. Hay, no obstante, momentos de una cierta solemnidad, especialmente ante los supuestos restos del santo eremita Sebaldo, alojados en un espléndido sarcófago en plata y  custodiados por el impresionante sepulcro en bronce realizado por el taller de Peter Vischer.
Por mi parte, me produce una cierta excitación transpirar en este mismo entorno en el que el maestro Pachelbel recibió las aguas del bautismo y ejerció como organista los últimos años de su vida. Fue durante su postrera estancia en esta ciudad cuando se publicó su Hexachordum Apollinis, una colección de sencillas arias  para teclado, entre ellas la titulada Aria Sebaldina, que dedicó a otro de los grandes de la música barroca alemana: Buxtehude.

Sebalduskirche
Sebalduskirche
Algo insospechado, y realmente insignificante en relación a las obras artísticas que nos rodean, hace que nuestra estancia en el templo se demore más de lo previsto. Y es esto, francamente, lo que traspasa con mayor énfasis nuestros ánimos, llevando visos de perdurar en el tiempo. De las estilizadas columnas penden unos carteles explicativos, que, con el acompañamiento de su foto correspondiente, dan cuenta de forma secuencial de la completa destrucción del sagrado recinto durante la guerra y su posterior reconstrucción, ya pasado el conflicto. 
Junto a las fotos y la descripción hay estimulantes textos que invitan al visitante a la reflexión. Un mensaje que en resumidas cuentas nos advierte y alienta a que los terrores del pasado han de servir para cimentar una paz duradera.
Efectivamente, las torres de San Sebaldo volvieron en 1957 a elevarse airosas hacia los cielos, y con ellas, la ilusión de una renovada fraternidad.

Saliendo al exterior levantamos la mirada. Nos conmueve pensar en lo inabarcable del ser humano, tanto para lo más indigno como para las más altas proezas. Mientras estas torres permanezcan, pensamos, la esperanza seguirá viva. Algo nos ha trastocado; será, creo yo, el espíritu de San Sebaldo.

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